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jueves, 15 de septiembre de 2011

La evolución premia la velocidad mental



(Artículo publicado en El Cultural de El Mundo, el 8 de julio de 2011)

Determinar cuál es el grado de probabilidad de un fenómeno es, en sí mismo, un objetivo científico. Para ello, la ciencia cuenta con una de las más poderosas herramientas de las que dispone el ser humano: las matemáticas y más concretamente la estadística.

El no aplicar la estadística fue lo que llevó al desprestigio y caída de la frenología, disciplina "pseudocientífica” -precisamente por no haber usado las matemáticas- que alcanzó un alto grado de popularidad en su tiempo. Fundada por Francis Joseph Gall (1758-1828), la frenología proponía que los diversos procesos mentales se localizaban en partes concretas del cerebro. Esta idea, que ahora puede parecer trivial, fue en su día una sugerencia innovadora, y aún hoy está en pleno vigor. Pero Gall fue más allá. Si las funciones mentales tienen cada una su sitio en el cerebro, el mayor o menor desarrollo de una determinada capacidad mental debería notarse palpando un cráneo, donde sus diferentes abultamientos se corresponderían con aquellas funciones en las que destacase el cerebro que alberga.

La frenología dividió el cráneo en 38 partes, siendo cada una de ellas la "residencia” de una función mental concreta. Esta cifra no está muy lejos de las 52 áreas del mapa de Brodmann, utilizado hoy día para dividir la corteza cerebral. El entender la mente como una entidad divisible en distintas funciones individuales también fue otro de los "anticipos” o intuiciones de la frenología. Pero la ciencia necesita de datos empíricos y de una estadística, y a comienzos del XIX la mayoría de estas herramientas no estaban aún disponibles. Con el tiempo, la frenología demostró ser una falacia. Pero quizá no fuera una idea tan disparatada, al menos no del todo. Desde hace décadas, venía llamando mucho la atención de los paleoantropólogos el hecho de que no sólo el cerebro de las distintas especies de nuestro particular árbol genealógico fuese cada vez más grande, en un proceso conocido como "encefalización”, sino que además la forma del mismo también parecía haber ido cambiando a lo largo de centenares de miles de años. Algunos pioneros en el estudio de la evolución de nuestro cerebro, como Ralph Holloway o Phillip Tobias se atrevieron a apuntar la existencia de determinados abultamientos en los moldes de cerebro de nuestros antepasados que podían corresponderse con la adquisición de logros cognitivos importantes.

Moldes endocraneales. Pero seguían siendo juicios subjetivos, impresiones carentes de una base científica sólida. Poco a poco, los moldes endocraneales antiguos y modernos pudieron introducirse virtualmente en el ordenador y ser comparados con objetividad y precisión. Al principio se medían distancias y dimensiones, y se comparaban en estos parámetros los cerebros de distintas especies, como Homo habilis, Homo erectus o los neandertales. Que las distancias relativas no fueran iguales venía a indicar que el aumento de nuestro cerebro no había sido uniforme, sino que había implicado un desarrollo mayor en unas zonas que en otras. Después llegaron los análisis morfométricos, gracias a los cuales podía estudiarse estadísticamente la forma de los cerebros. De estos análisis surgió un patrón según el cual el cerebro del Homo sapiens mostraba un ensanchamiento exagerado de las zonas parietales y temporales y, en general, de toda la parte alta de nuestra cabeza; sobre todo de la parte posterior, lo que normalmente conocemos como la "coronilla”. El cambio de forma no era un mero producto del aumento de tamaño, lo que se conoce como "alometría”, según la cual, al cambiar el tamaño de un órgano, algunos ajustes puramente mecánicos y anatómicos conllevan un ligero cambio de forma. Y no lo era, entre otras cosas, porque los neandertales, con un cerebro tan grande o más que el nuestro, mostraban, sin embargo, el mismo patrón morfométrico que el resto de especies extintas. Desde hace años se viene especulando con el significado de ese cambio de forma de nuestro cerebro, propio de la única especie del género Homo que había sobrevivido y que, además, hacía cosas tan "extrañas” como pintar las paredes, esculpir estatuillas o, con el tiempo, construir catedrales y viajar al espacio. La clave de todo podía estar en ese abultamiento de la parte parietal de nuestro cerebro. Entre las muchas especulaciones se comenta la posibilidad de que reflejara una mejora en la construcción y el manejo de herramientas, pues se trata de zonas motoras y sensoriales del cerebro. También son regiones necesarias para la orientación espacial y la situación de uno mismo respecto al mundo exterior. Parecía que la ventaja de nuestra especie se reducía a alguna de estas funciones.

Pero si la morfometría del interior de un cráneo era una variable asequible al estudio científico, la relación entre la forma y el funcionamiento de un cerebro se estaba dando por asumida cuando nunca se había demostrado. Es cierto que determinadas partes del cerebro tienen que ver con determinadas funciones mentales, pero que eso se relacione con la forma de esas partes del cerebro estaba lejos estar comprobado. Es más, un cambio en la forma de la superficie podría ser el reflejo de algo que, en realidad, estaba ocurriendo en las profundidades del cerebro. Parecía que estábamos ante una nueva "frenología”.

Recientemente, un grupo de científicos españoles (Roberto Colom, Miguel Burgaleta y quien esto escribe), en colaboración con el italiano Emiliano Bruner, ha sacado a la luz el primer estudio científico en el que se aborda la forma del cerebro y su relación con las capacidades cognitivas. Las poderosas herramientas de la morfometría han permitido comprobar hasta qué punto la forma de este órgano se relaciona realmente con su funcionamiento, midiendo en un numeroso grupo de personas no sólo la forma de su cerebro, sino su capacidad en un gran número de pruebas intelectuales, como la memoria, la atención, la capacidad visoespacial o las dotes para el lenguaje.

Verbal, numérica y espacial. De todas las funciones mentales estudiadas, sólo tres parecían relacionarse con la forma del cerebro. Esas tres, además, no eran muy diferentes entre sí, pues medían una misma cosa, aunque en tres variedades distintas (verbal, numérica y espacial): la llamada velocidad mental. El resultado parecía curioso. Pero aún lo fue más descubrir que la forma del cerebro con la que se relaciona la velocidad mental es precisamente ese abultamiento de la zona parietal que es propio de nuestra especie.

La relación no era muy alta, pero era consistente. En realidad, que no fuera muy alta se debía a que todos los individuos estudiados eran de la misma especie, y todos ellos, por tanto, tenían ese abultamiento sólo por el hecho de serlo y contarían con una alta velocidad mental. Las implicaciones de este hallazgo para entender mejor la evolución de nuestro cerebro podrían ser por tanto muy valiosas. Que una de las principales diferencias entre nuestro cerebro y el de cualquier otro miembro del género Homo se pudiese relacionar, científicamente, con la velocidad mental implicaría que, efectivamente, fuéramos más rápidos mentalmente que cualquier otra especie humana. Todo ello pudo habernos permitido ganar la dura carrera por la supervivencia.

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