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martes, 18 de octubre de 2011

Ser Humano, Ser Creativo




(Artículo publicado en El Cultural de El Mundo el 14 de octubre de 2011)

La especie humana presenta multitud de facetas en las que destaca sobremanera cada vez que la comparamos con cualquier otra especie de este planeta, y casi todas ellas se encuentran en un único órgano, el órgano que “nos hace humanos”, el cerebro. Entre las tan traídas y llevadas diferencias respecto a otras especies, casi siempre se habla del lenguaje, pero también de la capacidad de razonamiento, del pensamiento abstracto o de la planificación –especialmente a largo plazo-; de la inteligencia al fin y al cabo. Sin embargo, normalmente no parecemos darle importancia a algo que, sin embargo, podría ser la base de todo, el origen de todas esas capacidades tan especiales del ser humano. Porque hasta el lenguaje podría ser fruto de la creatividad. A pesar de su potencial importancia para entender de verdad al ser humano, la atención recibida por esta faceta de nuestro comportamiento ha sido siempre escasa desde el ámbito académico. Quizá sea consecuencia de su naturaleza esquiva, tanto a la hora de ser definida como a la de ser susceptible de ser estudiada en un laboratorio. Esta situación no obstante está cambiando, principalmente gracias a la mejora constante en las técnicas para visualizar la actividad cerebral; y al ingenio de unos cuantos científicos.
La consecuencia de esta nueva situación no se ha hecho esperar, y estamos asistiendo a un creciente interés desde diversos foros, tanto científicos como de la sociedad en general, por la creatividad. Fruto de este interés, el Centro de Evolución y Comportamiento Humanos organizó recientemente un curso sobre Creatividad y Neurociencia Cognitiva, auspiciado por la Fundación Tomás Pascual, en el que se encontraron científicos de las más diversas disciplinas. Psiquiatras, psicólogos, biólogos, paleontólogos y arqueólogos, entre otros, expusieron sus trabajos y e intercambiaron reflexiones. La poetisa y escritora Menchu Gutiérrez, también representó directamente a las mentes creadoras.
Si algo quedó claro de dicho encuentro es que este campo científico está en plena ebullición, lleno de curiosidades y enconados debates. Por un lado, la definición más actual de creatividad coincide curiosamente con la que ya antes habían propuesto filósofos como Teilhard de Chardin o Fernando Savater. Para estos, la creatividad consiste en conectar, en tender puentes entre dos ideas antes nunca conectadas. Pero, por otro, y a día de hoy, no queda claro si la creatividad es sinónimo de inteligencia o son dos cosas distintas, y hasta qué punto. Para algunos, la creatividad sería un rasgo más de las personas con cocientes intelectuales excepcionales. Para otros, sin embargo, la creatividad se puede encontrar independientemente del cociente intelectual, y hasta en el mundo animal podríamos ver comportamientos creativos. Si aceptamos este segundo punto de vista, estudiar la creatividad en el laboratorio no sería tan difícil, pues no habría que buscar sujetos de estudio entre las muy escasas mentes creativas. Cualquier persona nos podría valer, y bastaría sólo con pedirle que sea creativa para estudiar qué pasa en su cerebro en esos momentos.
Una de las pruebas más frecuentes a las que son sometidos los participantes de los estudios sobre creatividad es la de encontrar funciones nuevas para objetos o utensilios ya conocidos. Sirva de ejemplo el de una lata de refresco, ¿qué podemos hacer con ella que sea creativo? Respuestas como la de convertirla en un florero o hacer de ella un pequeño invernadero, se consideran creativas. Lo que demuestran los diversos estudios es que durante estos momentos “creativos” se activan áreas del cerebro que muchas veces tienen que ver con la tarea manual o perceptiva concreta que se este llevando a cabo. Dicho de otra forma, cuando creamos una idea que implica la manipulación manual, nuestras áreas motoras y de orientación espacial se ponen en marcha. Si de lo que se trata es de generar nuevas imágenes o sonidos, nuestras zonas cerebrales encargadas de procesar la visión y el oído son de las más importantes. De ahí que se pueda concluir que la creatividad, en realidad, estaría repartida por todo el cerebro, que no hay una zona especialmente relevante para la creatividad, al menos no una zona que sólo se encargue de generar ideas creativas. Todo el cerebro, por definición, podría considerarse creativo.
Y es que la creatividad es en realidad un campo muy extenso. La mayoría de las veces creemos que la creatividad sólo se da en el arte, que sólo los artistas son “creadores”. De ahí que en numerosas ocasiones se confundan y entremezclen los estudios sobre creatividad con los de la valoración de una obra artística, presuntamente creativa. En realidad, en este tipo de situaciones cabría más hablar de estética, quizá mejor de “Neuroestética”, término acuñado por el neurólogo Semir Zeki para describir los estudios neurocientíficos sobre la apreciación de la belleza; o de la fealdad. La artística es sólo una entre muchas facetas de la creatividad, una faceta que, como expuso el arqueólogo de la Junta de Extremadura Hipólito Collado, parece haber dejado su huella desde tiempos tan remotos como hace al menos 290 mil años, tiempos anteriores a nuestra propia especie.
Pero como decimos, la creatividad puede darse en prácticamente todos los ámbitos del comportamiento humano. Ahí tenemos a Einstein o a Newton como ejemplos de mentes altamente creativas en el ámbito científico. Ejemplo de creatividad por antonomasia también sería aquel Homo erectus/ergaster que tuvo la genial idea, hace más de un millón de años, de tallar una herramienta con simétrica tridimensional, el bifaz, auténtica “navaja suiza” a mitad de camino entre la tecnología y la obra artística. Y creativo sería también Ferrán Adriá, como en el mismo ámbito lo sería aquel ancestro nuestro que descubrió que la comida cocinada podía digerirse mejor y más fácilmente. Fue aquél no sólo un magnífico invento que ha perdurado en el tiempo, sino que modificó la evolución de nuestro propio aparato digestivo y, como consecuencia, de nuestro propio cerebro. Y con éste, también mejoró a su vez nuestra propia capacidad creativa.
La creatividad está a la orden del día. Probablemente, todos seamos creativos en mayor o menor medida y diariamente tengamos que hacer uso de nuestra creatividad cada vez que nos surge algo inesperado. Pero también parece evidente que no todas las creaciones son igualmente comparables, que unas son más acertadas, más exitosas y más perdurables que otras. Descubrir dónde está en el cerebro el secreto de esas creaciones excepcionales es el gran reto de la neurociencia para los próximos años.

jueves, 15 de septiembre de 2011

La evolución premia la velocidad mental



(Artículo publicado en El Cultural de El Mundo, el 8 de julio de 2011)

Determinar cuál es el grado de probabilidad de un fenómeno es, en sí mismo, un objetivo científico. Para ello, la ciencia cuenta con una de las más poderosas herramientas de las que dispone el ser humano: las matemáticas y más concretamente la estadística.

El no aplicar la estadística fue lo que llevó al desprestigio y caída de la frenología, disciplina "pseudocientífica” -precisamente por no haber usado las matemáticas- que alcanzó un alto grado de popularidad en su tiempo. Fundada por Francis Joseph Gall (1758-1828), la frenología proponía que los diversos procesos mentales se localizaban en partes concretas del cerebro. Esta idea, que ahora puede parecer trivial, fue en su día una sugerencia innovadora, y aún hoy está en pleno vigor. Pero Gall fue más allá. Si las funciones mentales tienen cada una su sitio en el cerebro, el mayor o menor desarrollo de una determinada capacidad mental debería notarse palpando un cráneo, donde sus diferentes abultamientos se corresponderían con aquellas funciones en las que destacase el cerebro que alberga.

La frenología dividió el cráneo en 38 partes, siendo cada una de ellas la "residencia” de una función mental concreta. Esta cifra no está muy lejos de las 52 áreas del mapa de Brodmann, utilizado hoy día para dividir la corteza cerebral. El entender la mente como una entidad divisible en distintas funciones individuales también fue otro de los "anticipos” o intuiciones de la frenología. Pero la ciencia necesita de datos empíricos y de una estadística, y a comienzos del XIX la mayoría de estas herramientas no estaban aún disponibles. Con el tiempo, la frenología demostró ser una falacia. Pero quizá no fuera una idea tan disparatada, al menos no del todo. Desde hace décadas, venía llamando mucho la atención de los paleoantropólogos el hecho de que no sólo el cerebro de las distintas especies de nuestro particular árbol genealógico fuese cada vez más grande, en un proceso conocido como "encefalización”, sino que además la forma del mismo también parecía haber ido cambiando a lo largo de centenares de miles de años. Algunos pioneros en el estudio de la evolución de nuestro cerebro, como Ralph Holloway o Phillip Tobias se atrevieron a apuntar la existencia de determinados abultamientos en los moldes de cerebro de nuestros antepasados que podían corresponderse con la adquisición de logros cognitivos importantes.

Moldes endocraneales. Pero seguían siendo juicios subjetivos, impresiones carentes de una base científica sólida. Poco a poco, los moldes endocraneales antiguos y modernos pudieron introducirse virtualmente en el ordenador y ser comparados con objetividad y precisión. Al principio se medían distancias y dimensiones, y se comparaban en estos parámetros los cerebros de distintas especies, como Homo habilis, Homo erectus o los neandertales. Que las distancias relativas no fueran iguales venía a indicar que el aumento de nuestro cerebro no había sido uniforme, sino que había implicado un desarrollo mayor en unas zonas que en otras. Después llegaron los análisis morfométricos, gracias a los cuales podía estudiarse estadísticamente la forma de los cerebros. De estos análisis surgió un patrón según el cual el cerebro del Homo sapiens mostraba un ensanchamiento exagerado de las zonas parietales y temporales y, en general, de toda la parte alta de nuestra cabeza; sobre todo de la parte posterior, lo que normalmente conocemos como la "coronilla”. El cambio de forma no era un mero producto del aumento de tamaño, lo que se conoce como "alometría”, según la cual, al cambiar el tamaño de un órgano, algunos ajustes puramente mecánicos y anatómicos conllevan un ligero cambio de forma. Y no lo era, entre otras cosas, porque los neandertales, con un cerebro tan grande o más que el nuestro, mostraban, sin embargo, el mismo patrón morfométrico que el resto de especies extintas. Desde hace años se viene especulando con el significado de ese cambio de forma de nuestro cerebro, propio de la única especie del género Homo que había sobrevivido y que, además, hacía cosas tan "extrañas” como pintar las paredes, esculpir estatuillas o, con el tiempo, construir catedrales y viajar al espacio. La clave de todo podía estar en ese abultamiento de la parte parietal de nuestro cerebro. Entre las muchas especulaciones se comenta la posibilidad de que reflejara una mejora en la construcción y el manejo de herramientas, pues se trata de zonas motoras y sensoriales del cerebro. También son regiones necesarias para la orientación espacial y la situación de uno mismo respecto al mundo exterior. Parecía que la ventaja de nuestra especie se reducía a alguna de estas funciones.

Pero si la morfometría del interior de un cráneo era una variable asequible al estudio científico, la relación entre la forma y el funcionamiento de un cerebro se estaba dando por asumida cuando nunca se había demostrado. Es cierto que determinadas partes del cerebro tienen que ver con determinadas funciones mentales, pero que eso se relacione con la forma de esas partes del cerebro estaba lejos estar comprobado. Es más, un cambio en la forma de la superficie podría ser el reflejo de algo que, en realidad, estaba ocurriendo en las profundidades del cerebro. Parecía que estábamos ante una nueva "frenología”.

Recientemente, un grupo de científicos españoles (Roberto Colom, Miguel Burgaleta y quien esto escribe), en colaboración con el italiano Emiliano Bruner, ha sacado a la luz el primer estudio científico en el que se aborda la forma del cerebro y su relación con las capacidades cognitivas. Las poderosas herramientas de la morfometría han permitido comprobar hasta qué punto la forma de este órgano se relaciona realmente con su funcionamiento, midiendo en un numeroso grupo de personas no sólo la forma de su cerebro, sino su capacidad en un gran número de pruebas intelectuales, como la memoria, la atención, la capacidad visoespacial o las dotes para el lenguaje.

Verbal, numérica y espacial. De todas las funciones mentales estudiadas, sólo tres parecían relacionarse con la forma del cerebro. Esas tres, además, no eran muy diferentes entre sí, pues medían una misma cosa, aunque en tres variedades distintas (verbal, numérica y espacial): la llamada velocidad mental. El resultado parecía curioso. Pero aún lo fue más descubrir que la forma del cerebro con la que se relaciona la velocidad mental es precisamente ese abultamiento de la zona parietal que es propio de nuestra especie.

La relación no era muy alta, pero era consistente. En realidad, que no fuera muy alta se debía a que todos los individuos estudiados eran de la misma especie, y todos ellos, por tanto, tenían ese abultamiento sólo por el hecho de serlo y contarían con una alta velocidad mental. Las implicaciones de este hallazgo para entender mejor la evolución de nuestro cerebro podrían ser por tanto muy valiosas. Que una de las principales diferencias entre nuestro cerebro y el de cualquier otro miembro del género Homo se pudiese relacionar, científicamente, con la velocidad mental implicaría que, efectivamente, fuéramos más rápidos mentalmente que cualquier otra especie humana. Todo ello pudo habernos permitido ganar la dura carrera por la supervivencia.

lunes, 15 de febrero de 2010

A por el alma

Este artículo mío salió en El Cultural de El Mundo el 12 de febrero de 2010. La imagen está tomada de la Revista PLoS Biology, y muestra el "sistema por defecto humano" (human default system)



Los proyectos Conectoma Humano y Blue Brain buscan las conexiones cerebrales
Tanto el proyecto Conectoma Humano como el Blue Rain trabajan en estos momentos para desentrañar los más profundos misterios del cerebro. Manuel Martín-Loeches, investigador del centro UCM-ISCIII de Evolución y Comportamiento Humano, analiza sus objetivos.


Decir que el cerebro humano es todavía uno de los grandes enigmas a los que se enfrenta la ciencia no es decir nada nuevo. Sin embargo, decir que probablemente dejará de serlo en unas décadas ya puede parecer más sorprendente. Todo está listo, parece que ya tenemos los medios, y ha llegado el momento de enfrentarse de una vez por todas al que, junto con el Universo y su origen, es uno de los más candentes retos científicos del momento.

Dos son los proyectos actualmente en marcha cuyo fin es desentrañar los más profundos misterios del cerebro. El año 2005 marcó un antes y un después en ambos proyectos. En aquel año se inició, con el apoyo de IBM, el llamado Blue Brain Project (Proyecto Cerebro Azul), de la mano de la Escuela Politécnica Federal de Lausana (Suiza). Su objetivo: crear un modelo computacional completo del cerebro de un mamífero. Para su desarrollo se han marcado metas muy concretas, objetivos que necesitarán tremendos esfuerzos humanos, tecnológicos y, cómo no, económicos.

En el mismo año, Olaf Sporns, Giulio Tononi y Rolf Kötter publicaron un artículo en la revista PLoS Computational Biology titulado “El conectoma humano: una descripción estructural del cerebro humano”. En dicho artículo, los autores aseguraban que uno de los grandes defectos de la neurociencia actual es la ausencia de una descripción anatómica precisa del cerebro humano. Y llevaban razón. Han pasado ya muchos años desde que Korbinian Brodmann publicara su mapa citoarquitectónico (en los años 20) pero, a pesar de los avances de las últimas décadas, sigue siendo la referencia para todos los trabajos de investigación sobre el cerebro humano.

Las 52 áreas del cerebro
El mapa divide la corteza cerebral humana en 52 áreas en función de la distinta densidad de tipos de neuronas que Brodmann vio al microscopio. Pero el mapa de Brodmann es un mapa eminentemente localizacionista. Hasta el día de hoy, el dogma ha venido siendo que las distintas áreas histológicas (citoarquitectónicas) de la corteza cerebral, como las propuestas por Brodmann, venían a corresponder a distintas áreas funcionales. Es decir, que en cada una de esas 52 áreas tendría su “sede” una función distinta. Y es verdad que esto es así, al menos de una manera aproximada, pero los datos de los últimos años están poniendo en evidencia lo limitado de esta concepción localizacionista. Lo importante para la función cerebral ya no es el lugar que ocupa una determinada zona cerebral, sino sus conexiones. La zona que me permite ver los objetos del mundo realiza esa función no porque esté en el lóbulo occipital, sino porque recibe impulsos que vienen del ojo. Es un cambio de planteamiento, aunque los datos sean básicamente los mismos. Pero ha sido un cambio necesario. Y la razón es muy sencilla. Temas complejos para la psicología y la neurociencia en general, como el cerebro social, la neurociencia de la moral o la ética, las bases neurofisiológicas de la religión, de la consciencia, de la voluntad, y tantos otros, se están abordando directamente gracias a las modernas técnicas de neuroimagen.

El área 10 de Brodmann
Una de las más curiosas conclusiones que estos trabajos están sacando a la luz es que áreas cerebrales que en su momento se han llegado a considerar incluso como áreas “silentes” (es decir, sin función alguna) resultan estar implicadas en muchos de los procesos cognitivos del más alto nivel.

Pongamos por caso el área 10 de Brodmann, en el polo frontal de nuestra corteza, que está implicada en la personalidad, en la memoria operativa, en la inteligencia, en la secuencia de tareas, en la toma de decisiones, en el lenguaje y en una larga lista de funciones. Entonces, ¿cuál es la función del área 10? Como dice el neurofisiólogo Sean Spence, de la Universidad de Sheffield (Reino Unido), el modo de funcionar de ésta y otras áreas del cerebro “es tan abstracto, tan supra-ordinal dentro de nuestros sistemas neurológicos jerárquicos, que tendremos serias dificultades para comprender qué es lo que hacen”. La respuesta para entender las funciones de una región cerebral está, dicen ahora los neurocientíficos, en las otras áreas con las que se conecta una zona cerebral. Y es que las distintas facetas en las que se ha visto involucrada el área 10 han venido acompañadas de activaciones de circuitos cerebrales diferentes.

Conexiones únicas
Por eso es tan necesario conocer en profundidad y detalle las conexiones de cada una de las partes de nuestro cerebro. Esto es lo que persigue el Proyecto Conectoma Humano. Fruto de la propuesta de Spors, Tononi y Kötter, recientemente se ha puesto en marcha oficialmente dicho proyecto, auspiciado por el Instituto Nacional de la Salud norteamericano. El nombre de conectoma, propuesto por estos tres autores, nos da una idea no sólo de que su objetivo son las conexiones del cerebro humano, sino que el proyecto se hace inspirado en el del genoma humano. A este respecto hay que destacar, como dijeron los tres científicos en su artículo, que los efectos de variaciones o anomalías del desarrollo, del daño cerebral, o de enfermedades neurodegenerativas, pueden entenderse como variantes específicas del conectoma humano. Y es que, al igual que hay un genoma común a todos los seres humanos, pero cada uno tenemos una combinación personal, única, de información genética, las conexiones de nuestro cerebro y, por tanto, lo que definiría sus funciones, serían a la vez únicas de la especie humana y únicas en el individuo. Numerosos avances en las técnicas de neuroimagen están permitiendo descubrir cada una de las inmensas redes que conectan unas zonas con otras, y con resultados asombrosos.

Autopistas, al detalle
Desarrollos recientes de la imagen por resonancia magnética, como la tractografía cerebral, están permitiendo conocer al detalle las diversas autopistas de la comunicación dentro del cerebro humano, algo prácticamente imposible con un microscopio. Es más, lo estamos haciendo en cerebro vivos, en pleno funcionamiento, de manera que podemos ver no sólo las conexiones del cerebro humano, sino cuáles de ellas se utilizan según qué circunstancias. Uno de los más sorprendentes hallazgos en este sentido ha sido la constatación de que las regiones parietales de nuestro cerebro son el lugar donde confluyen más vías de comunicación procedentes del resto del cerebro, siendo además estas regiones las más activas durante condiciones de reposo (es decir, las de “no hacer nada”). Por eso ahora se conoce a esta región y sus comunicaciones como el “sistema humano por defecto”. ¿Qué hay en nuestra mente entonces cuando dentro de un escáner nos ordenan que “no hagamos nada”?

El Proyecto Conectoma Humano es quizá menos ambicioso que el Proyecto Cerebro Azul. No sólo no pretende llegar al detalle de cada neurona individual, sino que además, la inversión total es de sólo 30 millones de dólares (apenas una quinta parte de lo invertido hasta ahora en el Proyecto Cerebro Azul) y se ha previsto que su finalización sea dentro de cinco años. Pero es sin duda una estación necesaria en nuestro camino para desvelar los misterios del cerebro humano.

lunes, 18 de enero de 2010

Efecto Mozart


Las neuronas del genio
(Artículo publicado en El Cultural de El Mundo, el 26/01/2006)

El llamado "Efecto Mozart" sigue debatiéndose en el mundo científico. ¿Es posible atenuar los efectos de enfermedades como el Alzheimer a través de audiciones de la música del genio salzburgués? ¿Puede demostrarse que desarrolla la inteligencia en los niños? El profesor Manuel Martín-Loeches, del Centro Mixto UCM-ISCIII de Evolución y Comportamiento Humanos, analiza para El Cultural sus características.


En 1993, tres investigadores del Centro de Neurobiología del Aprendizaje y la Memoria de la Universidad de California en Irvine publicaron un artículo en la prestigiosa revista ‘Nature’. El artículo se titulaba Música y ejecución en tareas espaciales y, a pesar de que ocupaba menos de una página, supuso el comienzo de todo un fenómeno científico y social sin precedentes.

Los investigadores expusieron a sus sujetos de experimentación a tres condiciones distintas. Un grupo escuchó durante diez minutos la Sonata para Dos Pianos en D Mayor (K448) de Mozart. Otro grupo escuchó una grabación con instrucciones para relajarse, también durante diez minutos. El tercer grupo se mantuvo, durante el mismo tiempo, en situación de absoluto silencio. Inmediatamente después de cada una de estas tres condiciones, los sujetos debían realizar tareas que medían su inteligencia espacial. Los resultados fueron sorprendentes. Aquellos sujetos que habían sido expuestos a la sonata de Mozart obtenían puntuaciones ostensiblemente mejores en las pruebas de inteligencia espacial que los otros dos grupos. Los efectos eran sólo temporales, ya que más allá de unos 10 a 15 minutos, los tres grupos no diferían entre sí. Pero la conclusión era muy evidente: escuchar a Mozart es beneficioso para nuestro rendimiento intelectual, particularmente en tareas de razonamiento espacial. El ‘efecto Mozart’ había nacido para la Ciencia.

Ante la epilepsia y el Alzheimer
A aquel estudio le siguieron muchos otros. Con gran asombro, se fue descubriendo que sujetos con epilepsia severa presentaban menor cantidad de descargas epilépticas tras escuchar unos minutos a Mozart, o que pacientes con enfermedad de Alzheimer veían mejorar su ejecución en tareas de inteligencia espacial. Otro descubrimiento fue que niños con edades entre los 3 y los 12 años mejoraban enormemente su capacidad de razonamiento espacial si recibían clases de música, sobre todo si el material didáctico incluía de forma preferentemente piezas de Mozart. A medida que se acumulaban gran cantidad de datos, se iban conociendo cada vez más las virtudes de escuchar a Mozart. Pero también se iban conociendo mejor sus limitaciones. Así, se fue constatando que los beneficios se limitaban casi exclusivamente a tareas de razonamiento espacial. Dentro de éstas, la que mejores resultados daba sistemáticamente era una tarea extraída de la Escala de Inteligencia de Stanford Binet que consistía en decidir, de entre varias opciones, cómo quedaría un papel si tras haber sido doblado en varias partes y sometido a una serie de cortes se volviera a desdoblar. Los efectos de la música de Mozart sobre tareas de otro tipo, como tareas de memoria, atención o fluidez verbal, resultaban prácticamente nulos. Además, era cada vez más evidente que los efectos sólo eran temporales, ya que no duraban más allá de unos minutos. Sólo en el caso de los niños que recibían clases de música se podía hablar de efectos algo más duraderos, pero en todo caso las diferencias con niños que no recibían este tipo de educación se limitaban a los primeros días.

También se fueron definiendo cuáles eran las características que hacían de la música de Mozart ideal para conseguir estos efectos. Tras comprobar que otros tipos de música, incluidas la “pop” de los años 30 o la música de relajación, no tenían efectos, se llegó a la conclusión de que las composiciones debían tener un alto grado de “periodicidad a largo plazo” para ser efectivas. Dicho de otro modo, las secuencias musicales debían ser lo suficientemente largas y complejas como para que su repetición se produjera pasado un mínimo tiempo, de unos 20 ó 30 segundos. Composiciones muy repetitivas y monótonas no provocaban efecto Mozart.

Igualmente surgieron explicaciones fisiológicas del fenómeno. La primera propuesta fue la similitud entre la música de Mozart y la actividad neuronal en cuanto a frecuencias de activación y sus cambios espacio-temporales. Pronto empezó a surgir otra alternativa, quizá complementaria de la primera, según la cual la música de Mozart es capaz de activar áreas del cerebro que otros tipos de música no pueden activar. Esto se comprobó en un experimento en el que se constató que, mientras diversos tipos de composiciones musicales activaban la corteza cerebral auditiva y otras áreas del cerebro relacionadas con las emociones, la música de Mozart fue la única que no sólo activaba esas mismas áreas, sino también otras como las implicadas en la coordinación motora o la visión. Para decepción de los amantes de Beethoven, la obra Para Elisa también se incluyó en el experimento.

Expresión de genes
El ‘efecto Mozart’ también se demostró en ratas. Si se expone a estos animales a la música de Mozart incluso desde antes del nacimiento, mientras aún están en el útero materno, y se continua estimulándolas hasta la edad de 60 días, luego son más rápidas a la hora de aprender cómo moverse por un laberinto. Una vez más, la tarea es espacial. Pero lo más significativo fue, sin embargo, que las ratas que habían escuchado a Mozart presentaban en sus cerebros un aumento de la expresión de determinados genes imprescindibles para el desarrollo neuronal y que se ponen en juego de manera importante durante procesos de aprendizaje y memoria.

Cambios cognitivos
Pero, a la par que se iban produciendo este tipo de descubrimientos, la mayoría de ellos de la mano de los mismos investigadores que habían publicado el artículo de 1993, iban apareciendo otros trabajos cuya principal conclusión era que el ‘efecto Mozart’ no existía. Algunos estudios no fueron capaces de replicar ni tan siquiera el experimento original de 1993, y comenzaron a surgir críticos y escépticos del ‘efecto Mozart’.

Se empezó a decir, por ejemplo, que el efecto era consecuencia de los cambios de humor que provoca la música. Escuchar a Mozart induciría un estado de ánimo positivo en algunos sujetos, y se sabe desde hace tiempo que en ese estado se trabaja y se rinde mucho mejor. Por eso, si esta situación emocional no se consigue en algunos sujetos, el efecto Mozart no aparece. No obstante, este tipo de explicaciones eran difíciles de aplicar a los estudios hechos con ratas. Pero la mente de los científicos es siempre muy despierta, sobre todo a la hora de sacar defectos al trabajo de otros colegas. Por eso no se tardó en proponer que el efecto Mozart en ratas se parece mucho al encontrado en experimentos en los que a dichos animales se les permite tener gran cantidad de actividad durante su desarrollo, mediante columpios, norias y otro tipo de juguetes. Es ya un clásico que estos “ambientes enriquecidos” provocan cambios cognitivos y cerebrales parecidos al efecto Mozart.

El estado actual de la cuestión, desde el punto de vista científico, es parecido a lo que ocurre con los efectos de los campos magnéticos sobre la salud: hay estudios a favor y estudios en contra de ‘efecto Mozart’, y tanto la presencia como la ausencia de efectos se pueden deber a numerosos factores, aún por determinar. Pero, en paralelo a esta historia científica, surgió otra de carácter más pintoresco.

Desde los años 50 del pasado siglo, el francés Alfred Tomatis había notado efectos beneficiosos de la música de Mozart en el tratamiento de niños con todo tipo de problemas, especialmente de aprendizaje. En 1991 publicó el libro Pourquoi Mozart?, pero sus trabajos carecían de rigor como para ser tomados en serio. Cuando el trabajo de 1993 en Nature pareció respaldar científicamente las ideas de Tomatis, Don Campbell, conocedor de esos trabajos, decidió registrar la marca The Mozart Effect ® y publicar un best-seller en el que clamaba a los cuatro vientos las infinitas bondades de escuchar a Mozart. éstas ya no se limitarían a tareas de razonamiento espacial y sólo durante unos minutos. Todo lo contrario.

Dudas empíricas

El efecto Mozart era duradero y mejoraba la vida en todos los sentidos: hacía a las personas más inteligentes, más sanas, más jóvenes. En niños, el efecto era aún más espectacular. Y así, el boom se desató en todo el mundo. Especialmente en EEUU, donde incluso los programas electorales de algunos políticos contemplaban la compra de CDs de Mozart para todas las guarderías y centros educativos, y hasta en algunos estados como Florida se hizo obligatorio que los niños más pequeños escucharan música clásica cada día en las escuelas públicas. Sería estupendo que el Efecto Mozart fuera cierto en el sentido que le dio Campbell. Lo malo es que no existen estudios científicos que respalden tan suntuosas afirmaciones. En cualquier caso, escuchar a Mozart no puede hacer mal a nadie.

Manuel MARTíN-LOECHES

martes, 22 de diciembre de 2009

DICEN QUE LOS MONOS (ALGUNOS) HABLAN UN LENGUAJE ANCESTRAL


(Foto de Mono Campbell publicada en El Pais; AFP)

Salía hace poco en los medios la noticia de que una especie de monos de Costa de Marfil articulan seis tipos de gritos para formar frases. Estos seis gritos son "boon", "krak", "hok", "hokoo", "krakoo "y "wakoo". Algunos de estos gritos, por separado, tienen un significado concreto, como es el caso de hok, que significa águila, y krak, leopardo, sus dos grandes depredadores. Pero esto ya lo hacen los monos Vervet, que también tienen un vocabulario de unas cinco palabras. Lo peculiar de estos monos Campbell, que es de quienes estamos hablando, es que combinando esos gritos pueden modificar su significado. Unas modificaciones serían incluso de carácter más bien morfosintáctico, pues si a “krak” precede “boon”, entonces el leopardo se está viendo muy de lejos y no representa un peligro, al contrario que “krak”, a secas, que dispara las reacciones de huida. Y las combinaciones van más allá, pues tienen otras como “boon boon”, que significa “venid”, o “boon boon krakoo krakoo”, que significa que se va a caer una rama. ¡Qué ingeniosos estos monos! ¡Con sólo 6 palabras en su diccionario hay que ver cómo se las ingenian!

Hace unos años, Hauser, Chomsky y Fitch publicaron un artículo muy polémico, pero miles de veces citado, en el proponían que lo único exclusivamente humano de nuestro lenguaje era su sintaxis, sus posibilidades de combinación casi infinitas. Otros aspectos de nuestro lenguaje, como el tener un extenso vocabulario, o la fonología, podían verse aunque fuera rudimentariamente en otras especies. No sólo los monos Vervet tienen un vocabulario, sino que también se le puede enseñar a un chimpancé. La fonología podía ser imitada por un papagayo. Lo verdaderamente “humano”, lo que nos da la “piedra filosofal” de nuestro lenguaje, motor de toda nuestra mente, sería la sintaxis. De ahí que encontrar evidencias de que existe sintaxis en los lenguajes del mundo animal resulte tan espectacular desde el punto de vista científico. Suponen una evidencia en contra de aquella propuesta de Hauser, Chomsky y Fitch, y entran en el hoy por hoy intenso debate.

Hay otros autores que piensan, sin embargo, que lo importante del lenguaje humano no está en la sintaxis, sino en algo que realmente sólo muy poquitas especies en el planeta comparten con nosotros. Se trata de la capacidad de que nuestro vocabulario, por mínimo que sea, se refiera a algo que no esté presente en la situación actual. Tan mínimo, que el propio Bickerton, que es quien ahora propone esta idea, piensa que en su inicio sólo tuvo una palabra nuestro diccionario. Esa palabra es “mamut”.

Curioso, ¿verdad? El que fuéramos carroñeros especializados en grandes mamíferos, ya que sólo nosotros con nuestras toscas herramientas de homo habilis podíamos descarnar un mamut y extraer hasta el interior de sus huesos, tuvo que conllevar, dice Bickerton, el que cuando un ser humano se encontrara un mamut fuera a llamar a sus congéneres con el fin de que entre todos sacaran el máximo provecho del paquidermo y a la vez se defendieran de otros carroñeros en competencia. Vamos, dicho de otro modo, que el que se lo encontrara tenía que ir a donde se encontrara el grupo y gritar “mamut”, pero no había ningún mamut delante.

Así empezaría todo. Poco a poco, y dolorosamente, nos iríamos haciendo un vocabulario de entidades ausentes o, lo que viene a ser lo mismo: símbolos. En el símbolo empezó todo, como proponen también otros autores que me parecen convincentes, como Jackendoff. Luego vendría la sintaxis.

Lo curioso del caso es que las similitudes que encuentra Bickerton con el inicio de nuestro protolenguaje ancestral no se encuentran en los chimpancés. Ni en los monos Campbell. Ni en los delfines ni en los elefantes. Se encontrarían en las hormigas y las abejas. Sí, amigos, algunas especies de hormiga llevan hasta el hormiguero un pedacito del alimento que hayan encontrado, pedacito que “simboliza” todo el resto del alimento que espera a ser avasallado por el hormiguero, alimento que no se encuentra a la vista (bueno, si, una mínima porción). Sabido es que las abejas representan un baile delante de sus compañeras para indicar la posición de una fuente importante de polen, polen que no se ve (este ejemplo sí me parece más simbólico).

Así que, quién sabe, lo mismo dentro de unos cientos de miles de años nos encontramos con que las hormigas y las abejas acaban de publicar la 5ª edición de su gramática. Me gustaría entonces ver el tamaño de su cabeza.